Esta Supercopa merece una gabarra, aunque la pandemia recomiende que sea con la gente que hace de la calle Licenciado Poza, la vieja senda de San Mamés, un lugar con una atmósfera que no parece de este tiempo, en el que el Athletic sobrevive aferrado a una idea que los mercaderes del fútbol convierten en una utopía: la pertenencia. Bien está, pues, que al fútbol de los Messi, expulsado en La Cartuja por su impotencia, y de los Florentino, en el que el fulgor del dinero y las estrellas opaca todo los demás, se le recuerde por dónde empieza un equipo. El principio de pertenencia es para todos, también para el Barça o el Madrid que se han quedado en el camino, porque ninguna afición es mejor que otra. Pero el Athletic la ha sublimado con una idea que con lo convierte en único, para bien y para mal, para estar orgulloso y para sufrir. Es día de lo primero.
El Athletic repite el título conseguido en 2015 y ante el mismo rival, entonces dirigido por Luis Enrique. Era el Barça del triplete, nada menos. El formato, en esta ocasión, aumenta los méritos, puesto que ha derrotado en la Supecopa a cuatro a los dos grandes. En la final, después de remontar dos goles de Griezmann, lejos de poder cumplir su exorcismo, gracias a De Marcos y Villalibre, y dominar a un Barça especulativo para tumbarlo a lo grande en la prórroga, con un disparo cruzado y letal de Iñaki Williams.
Marcelino no podía arrancar de mejor forma, a la espera de la final de Copa pendiente, frente a la Real Sociedad. Es indudable la compresión del equipo con el nuevo estímulo del técnico, pero sería injusto no reconocer, como ha hecho el asturiano, los méritos de la etapa de Gaizka Garitano. Marcelino ha sido como un punzón sobre el sistema nervioso del equipo para reactivar las constantes que están en su idiosincrasia. El Athletic, para empezar, es intenso. Lo demás, después.