Los besos no tienen por qué ser siempre largos y propagandísticos. Los fugaces, los que se dan casi a escondidas, son los que conmueven. Y erizan la piel.
Joan Laporta, atrapado en un traje en el que las costuras reclamaban aún más felicidad, vigiló a Ronald Koeman hasta que éste acabó de atender a los medios en la banda. Presidente y entrenador supieron buscarse y encontrarse en la pista de La Cartuja. Se abrazaron. Laporta le dejó clavado un beso. Y regaló el oído a un entrenador al que la nueva directiva siempre miró con desconfianza.
Quizá Koeman ni siquiera echara de menos que su presidente acabara la noche asegurando su continuidad. De hecho, Laporta lo evitó sin disimulo. Pero el técnico, que acostumbra a recordar que su contrato tiene un año más de validez, sabía que podía respirar en paz. Al menos, tenía ya el beso. Pero sobre todo razones. Arrancó a la historia un título de Copa en un Barcelona que parecía condenado a malvivir en las brasas dejadas por Bartomeu. Logró recuperar la sonrisa de Messi, exultante levantando su primer trofeo como capitán. Ofreció por fin a De Jong el lienzo que su talento demandaba. Concedió una última oportunidad a Griezmann, que sobrevivió a esos demonios que también asomaron en Sevilla. Y supo ser el tutor de todos esos niños que sólo necesitaban a alguien que confiara en ellos. «Mirad los jóvenes que han acabado jugando. Esto es el futuro», se enorgulleció el técnico. El beso debió agradecer todo eso.