El fútbol es bello porque es absurdo. Es en su incongruencia, en su locura, donde nace realmente el sentimiento de pertenencia. Hace un puñado de días el Barcelona era sólo aquel guiñapo malacostumbrado al ridículo por su antiguo régimen y condenado a pasear sus vergüenzas allá donde fuera. En el Camp Nou frente a Kylian Mbappé (1-4) o en sus visitas a los círculos del infierno continental (Turín, Roma, Liverpool o Lisboa). Pero este equipo, ya con la sonrisa kennediana de Joan Laporta en el palco, se ha propuesto un nuevo amanecer. No logró la remontada en París. Quizá el sueño acabara en la misma contradicción de Leo Messi, que pasó de marcar uno de los mejores goles de su carrera a errar un penalti que hubiera llevado al PSG al límite de la cordura. Aunque la noche no debía ir de milagros ni de resultados obscenos, sino del definitivo adiós al bochorno. Fue un funeral con honores.
El Barcelona, después de 14 años, no jugará los cuartos de final de la Liga de Campeones. El castigo quizá fuera imposible de burlar visto lo ocurrido en el Camp Nou. Y la evidencia de que noches históricas como el 6-1 frente a los parisinos son inusuales quedó aún más claro después de atender al primer tiempo del Parque de los Príncipes. Porque los azulgrana, al menos en ese acto inicial, jugaron bastante mejor que el día de aquella remontada. Aunque con un déficit imposible de pasar por alto en partidos sin retorno, la ausencia de efectividad.
Remataron los de Ronald Koeman hasta 20 veces. Keylor Navas, fiel a ese nirvana europeo que tan bien conocieron en el Real Madrid, paró lo indecible e incluso remolcó dos balones al larguero. El primero propulsado por Sergiño Dest, el segundo ese disparo de penalti de Messi justo antes del descanso que hubiera significado el 1-2, con los visitantes a dos goles de la prórroga. La losa emocional, inaugurada por un sospechoso habitual como Clément Lenglet, condicionó ya definitivamente la noche.